Por:Dr.Heraclio Bonilla
Universidad Nacional de Colombia
Jaime Rodríguez Ordoñez, La independencia de la América Española (México: Fondo de Cultura Económica/El Colegio de México, 1996); La revolución política durante la época de la independencia. El reino de Quito 1808-1822 (Quito: Universidad Andina Simón Bolívar/Corporación Editora Nacional, 2006).
El Profesor Jaime Rodríguez Ordoñez, de la Universidad de California en Irvine, tiene una muy distinguida carrera como historiador de la América Latina, siendo uno de sus mayores campos de interés el período de la independencia sobre México y sobre el Ecuador. Pero es sin duda La Independencia de la América Española, publicada originalmente por el Fondo de Cultura Económica y el Colegio de México en 1996, y en una versión corregida y aumentada en 1998 por la célebre Cambridge University Press y por el propio Fondo de Cultura económica en una segunda edición de 2005, el que ha alcanzado mayor resonancia, al punto que el mayor especialista sobre este tema, el Profesor John Lynch, lo calificara como una “revaloración radical”. El espacio concedido para esta reseña por los editores de Procesos, la más importante revista ecuatoriana de Historia, no permite dar cuenta de todos los argumentos propuestos por el profesor Rodríguez, razón por la cual me limitaré a discutir cuatro de sus propuestas centrales.
La primera, reiterada una y otra vez a lo largo del libro La independencia, así como en La revolución política durante la época de la independencia. El reino de Quito 1808-1822 es su afirmación que los acontecimientos ocurridos en España entre 1808 y 1824 fueron decisivos en el trastocamiento político de la Hispanoamérica colonial, y como resultado de los cuales está buscó primero su autonomía y luego su independencia. La tesis, en realidad no es nueva ni original, porque el profesor Francois Xavier Guerra en su Modernidad e independencia: ensayos sobre las revoluciones hispánicas (1992) también propuso la centralidad del quiebre de la monarquía española en la explicación de los acontecimientos ocurridos en este lado del Atlántico. Nadie, sensatamente, puede cuestionar la importancia que el descoyuntamiento del Rey tuvo para una cultura política anclada en premisas neo-tomistas, así como el caos que siguió después con la instalación de la Junta Provincial y la Regencia, para no mencionar a las Cortes y la promulgación de la Constitución liberal de 1812, su abrogación en 1814, su restitución en 1820, y la rebelión de Riego en ese año que privó a las raleadas fuerzas realistas de contar con el apoyo militar necesario en circunstancias tan dramáticas luego de la independencia de Buenos Aires y la victoria de Boyacá. Pero, ¿eso fue todo?. La teoría de la dependencia, una de las expresiones más genuinas del pensamiento latinoamericano, fue justamente criticada, por lo menos en sus versiones más extremas, de responsabilizar sólo a las fuerzas externas por la trayectoria de la América Latina, prescindiendo por completo del análisis de las tensiones internas de la sociedad, y lo mismo puede afirmarse de los argumentos del profesor Rodríguez. Porque no es suficiente señalar que las diferentes coyunturas políticas por las que atravesaba la península fueron seguidas con atención por algunos segmentos criollos de la sociedad, para acomodar en función de ellas sus decisiones y acciones inmediatas y futuras. Se requiere, más bien y para decirlo rápidamente, de un tipo de análisis que enlace de manera coherente y persuasiva la articulación de ambos procesos.
La segunda tiene que ver con el binomio autonomía/emancipación y, sobre todo, con la naturaleza del umbral crítico que las separa, es decir el punto de inflexión y de no retorno. El profesor Rodríguez afirma, en ese contexto, “Sólo cuando España rehusó concederles su demanda de autonomía fue que la mayoría de los americanos optó por la emancipación (p. 15). Una vez más, todo viene de fuera. Aquí es necesario concederle que el modelo de dominación política impuesto por los Austrias, de inspiración tomista en su vertiente suareciana, fue efectivamente peculiar, porque colocaba al Rey por encima de las pasiones de los hombres, además que dotaba, sobre todo a la población indígena, con mecanismos para defender y promover sus intereses. La “colonización del imaginario”, tan elocuentemente descrita por Gruzinski, y plasmada en los espléndidos ensayos de Albert Memmi, Retrato de un colonizador, retrato de un colonizado, o por el Octavio Paz del Laberinto de la soledad, explican por qué la metrópoli española, al final de cuentas, no requirió de un ejército formal para garantizar el estatuto colonial de sus posesiones americanas sino en los momentos finales de su dominio. Como también es importante reconocer que la geografía política de la independencia fue muy diversa, con áreas de un fidelismo extremo (Perú y Cuba), o de una temprana disidencia (Buenos Aires). No obstante, todo eso no justifica el extraño juicio del autor que el “sistema funcionaba relativamente bien pese a sus numerosas imperfecciones” (p. 291), como tampoco que el denso y complejo proceso de la separación pueda ser capturado por esa alternativa binaria, autonomía/emancipación, sino que debe dar cuenta de la concatenación de procesos que se remontan hasta las grandes turbulencias de fines del siglo XVIII y se extienden hasta la disolución de la Gran Colombia en 1830. La quietud o la rebelión, fueron el resultado del temor y del espectro de una enorme rebelión popular como las del Cuzco y La Paz, o de Haití, en un caso, como de las represalias de Pablo Morillo, por otro, y mucho menos con los humores cambiantes de don Fernando VII y sus asesores. No es menos problemática la afirmación reiterada del autor que Hispanoamérica no fue una “colonia” sino un “reino”, afirmación ampliamente debatida y cuestionada porque asume convenientemente que retórica y realidad son una misma cosa.
La tercera, tiene que ver con el nuevo proceso de socialización política de los antiguos vasallos como consecuencia de las demandas introducidas por las autoridades españolas que reemplazaron a Fernando VII, así como por las exigencias de la Constitución de 1812. Una densa literatura, calificada ahora como la nueva historia política, ha insistido de manera persuasiva que esas disposiciones no fueron meros formalismo sino que tuvieron implicaciones prácticas en algunas dimensiones de la vida política de los indios, por ejemplo la defensa de sus derechos en torno a la tributación y en el reemplazo de jefaturas étnicas anacrónicas. El capítulo “Los indígenas y la nueva política”, el tercero de su libro La revolución política durante la época de la independencia. El reino de Quito 1808-1822, contiene en ese sentido amplias evidencias sobre el uso dado por los indios de las nuevas normas a favor de sus intereses. Práctica que por cierto no es inédita, porque en los inicios del proceso colonial, tanto las Leyes Nuevas de 1542, como la Recopilación General fueron textos utilizados por caciques como por protectores de naturales para defender su condición o atenuar su explotación. El problema, no obstante, tiene que ver con la irreversibilidad de estas mutaciones, porque las evidencias más bien apuntan a que esos cambios no fueron más allá de la conmoción final del sistema colonial. Los regímenes políticos que nacieron de las cenizas del sistema colonial, inspirados en gran parte en la Constitución española de 1812, terminaron después de todo por arrinconar a los indios a una situación que hubiera sido inimaginable en el contexto colonial.
La cuarta, finalmente, tiene que ver con la narración ofrecida y con el uso de algunas categorías. El capítulo IV del libro titulado “La guerra civil en América” es la reconstrucción de los acontecimientos que se produjeron en América en respuesta a la irrupción francesa en España, a través de las experiencias de Venezuela, el Río de la Plata, Charcas, Paraguay y Uruguay, Chile, Quito, la Nueva Granada y la Nueva España, a fin de demostrar su afirmación “que los pueblos de las regiones de Sudamérica que no habían tomado parte en la revolución política llevada a cabo por las Cortes en los años 1810-1814 –Venezuela, Río de la Plata, Chile y Nueva Granada- no tenían un sentido claro de sus alternativas. No habían elegido representantes antes las Cortes ni establecido diputaciones provinciales ni ayuntamientos constitucionales; por consiguiente, su experiencia en lo que concierna al gobierno representativo era limitada” (p. 210). El ejercicio realizado, sin embargo, es poco convincente. Adicionalmente, aquí las dificultades son de tres órdenes: Por una parte, se trata de la reiteración de los viejos procedimientos de una historiografía que se limita a dar cuenta de cada una de estas experiencias “nacionales” de manera secuencial, sin mostrar el encadenamiento recíproco entre ellas. Por otra parte, toda explicación del proceso de separación frente a la metrópoli que empiece en 1808, y que por lo tanto soslaye todo el complejo proceso previo, presenta el serio riesgo de abordar sólo la superficie de esa trayectoria, los añejos “acontecimientos” que no dicen mucho porque no están anclados en las estructuras más profundas de descontento y de rebelión. Lo ocurrido en Hispanoamérica a comienzos del siglo XIX, para decirlo con claridad, fue el resultado de un proceso concatenado, espacial y temporalmente, dentro y fuera de las Américas, y en modo alguno se reduce a su coyuntura corta. Aún así, la entera omisión del Perú como una de esas experiencias es totalmente inexplicable, ausencia que también se evidencia en los conocidos libros de Francois Xavier Guerra y Jorge Domínguez
En lo que concierne al uso de ciertas categorías, un lector atento del libro del Profesor Rodríguez no puede dejar de cuestionar afirmaciones como: “aunque la población de la América española era multirracial, la clase, más que el origen étnico, se hizo más importante en las regiones desarrolladas a finales del siglo XVIII” (p. 21), frase que el propio autor contradice más adelante cuando escribe “El tema de la raza llegó a hacerse tan incendiario que las Cortes tuvieron que debatirlo en sesiones secretas” (p. 109). O, además, cuando sostiene “Como he afirmado al comparar la Revolución francesa con la Independencia de México, el reino de Francia y el virreinato de la Nueva España tenían estructuras sociales similares. Con ciertas reservas, la comparación puede hacerse extensiva al resto de la América española” (p. 24). Aquí cabe preguntarse si el concepto de “clase” es aplicable a un contexto colonial, porque ocurre que esas “clases” tenían colores diferentes, lo que plantea para el análisis el complicado problema de su mutua articulación. Y sostener que la Francia del antiguo régimen tenía estructuras similares, más allá de esas misteriosas “reservas” es omitir por completo la subordinación de Hispanoamérica frente a España, ya sea como “reino”, categoría que se prefiere, o como “colonia”, condición que el autor rechaza categóricamente, sobre todo de manera enfática en la segunda edición de su libro.
Los reparos señalados a los argumentos del libro del Profesor Rodríguez ameritan una discusión más cerrada, y han sido formulados en la esperanza que ayuden en el avance del conocimiento sobre el proceso de la separación de Hispanoamérica. En ese camino, la insistencia del autor de pensar esa experiencia más allá de los cerrados localismos que caracteriza a la historiografía en curso, para más bien poner el énfasis del análisis en su dimensión global, de la misma manera que su invitación al examen de las dramáticas coyunturas que la metrópoli procesara como consecuencia de la invasión del ejército de Bonaparte, constituyen apoyaturas sólidas en la necesaria construcción de coordenadas explicativas más persuasivas.
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