miércoles, 24 de septiembre de 2008

INDEPENDENCIA, IDENTIDAD Y NACIÓN EN MEXICO

Por:Enrique Florescano
México
Conferencia Inaugural del Congreso Nacional de Historia en Colombia, 2008.

Cortesia del Lic. Rodrigo Berrios
Centro Nacional de Historia de la República Bolivariana de Venezuela.

El 27 de septiembre de 1821 el general Agustín de Iturbide, al
mando del Ejército Trigarante, hizo su entrada triunfal en la
capital del país y el 28 de septiembre del mismo año se instaló la
Soberana Junta Provisional Gubernativa. Ambos acontecimientos
culminaron el movimiento independentista iniciado por el cura
Miguel Hidalgo en 1810.
Después de diez años de guerra la entrada de Iturbide y del
Ejército Trigarante en la ciudad de México vino a ser la primera
celebración colectiva y una fiesta popular (Fig. 1). Estos
acontecimientos y la proclamación formal de la independencia
fijaron un modelo, una forma popular de recordación histórica y
un calendario cívico que se habría de consolidar en los años
siguientes.
El 28 de septiembre de 1821 el Ejército Trigarante recorrió
las principales calles de la ciudad, encabezado por el general
Agustín de Iturbide (Fig. 2). En la vanguardia iban “las
parcialidades de indios, los principales títulos de castilla, y
crecidísimo número de vecinos de México”. En distintos
momentos del recorrido las autoridades de la ciudad y la
población le rindieron honores a los libertadores. La avanzada del
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ejército fue recibida por el ayuntamiento con un arco triunfal y la
entrega a Iturbide de las llaves de la ciudad, en réplica de oro
(Fig. 3).
En este recorrido flanqueado por multitudes, cuenta un
testigo, “no se oyeron otras expresiones que las de viva el padre
de la patria, el libertador de Nueva España […] El segundo objeto
de la admiración de las gentes fue el Ejército Trigarante
compuesto por ocho mil hombres de infantería y diez mil
caballos…”
Carlos María de Bustamante, el cronista que narró la gesta
independiente, relata que luego de este recorrido los jefes del
ejército, los miembros del ayuntamiento, los representatentes
indígenas de las parcialidades y los Títulos de Castilla, se
trasladaron a la catedral, donde “se entonó el Te-Deum por el
señor arzobispo, y duró hasta cerca de las tres de la tarde, sin que
cesaran en todo el día las salvas de artillería ni los repiques de las
campanas”. Al día siguiente se instaló la Junta Provisional
Gubernativa y se declaró la independencia, en el salón de
acuerdos del antiguo palacio de los virreyes. Luego, los miembros
de la Junta “se dirigieron a la Iglesia catedral, donde cada uno,
poniendo la mano sobre los Evangelios, juró cumplir fielmente el
Plan de Iguala”. Por la noche, la Junta dio a conocer el Acta de
Independencia que declaró a México nación soberana e
independiente.
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El rasgo significativo de esta celebración es que en el mismo
año en que se festejó la independencia en la capital del país fue
celebrada en el resto del territorio. En el mejor estudio sobre los
actos que saludaron la Independencia, el historiador colombiano
Javier Ocampo mostró que su celebración se extendió por todo el
territorio. En las ciudades y pueblos del interior la fiesta popular
hizo pública la separación política de España y su celebración en
los rincones más alejados dio a conocer la buena nueva a los
diferentes sectores sociales.
El antecedente de la fiesta colectiva en México se remonta a la
conmemoración religiosa. El primer festejo de la nación
independiente recoge las formas y los símbolos de la celebración
religiosa, pero les otorga un nuevo sentido y hace aparecer otros
actores, espacios, tiempos e imaginarios.
Los actores de la nueva ceremonia cívica son el héroe
libertador, el Ejército Trigarante y la nación independiente.
Iturbide y su ejército ocupan el espacio central de las ceremonias,
hacia ellos converge la aclamación popular en las calles y plazas
públicas y son los personajes más representados en los carros
alegóricos, arcos triunfales, pinturas y escenas que reproducen en
forma realista o simbólica la liberación de la patria. En casi todos
LOS NUEVOS RITOS Y CALENDARIOS DE LA NACIÓN
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los escenarios se representa a la nación bajo la figura de una joven
indígena que es liberada de sus cadenas por Iturbide, o es
conducida por el héroe hacia el sitial más alto (Fig. 4).
Los antiguos recintos, planeados para celebrar otras
ceremonias y héroes, se transforman y le dan cabida al nuevo
culto patriótico. Un ejemplo de estas transformaciones es el de la
plaza mayor de la capital, donde se levantaba la estatua ecuestre
de Carlos IV. El 27 de octubre, con motivo de la jura de la
independencia, la estatua fue cubierta para festejar en ese mismo
sitio la separación con la monarquía española (Fig. 5).
Estos actos muestran el entrelazamiento de tradiciones
antiguas con concepciones políticas modernas. En la capital y en
las ciudades del interior, al mismo tiempo que se hace repicar las
campanas para festejar la independencia, se multiplican los
proyectos que proponen erigir estatuas, columnas, pirámides y
obeliscos republicanos dedicados a honrar a los héroes (Fig. 6).
Como ocurre con otros movimientos políticos, en la
insurgencia mexicana el manejo del tiempo y la fijación del
calendario revolucionario son actos imperativos: no admiten más
fechas y conmemoraciones que las que dicta el movimiento
triunfador. Por esa razón la fecha de la consumación de la
independencia por Iturbide fue asumida como la definitoria del
proceso insurgente y como el momento fundador de la nación.
Los independentistas de 1821 proclamaron el 27 de
septiembre el día del nacimiento de la nación, borraron el 16 de
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septiembre de 1810, y olvidaron las efemérides que los primeros
insurgentes habían proclamado momentos gloriosos de estas
gestas revolucionaria. Estas últimas fueron caracterizadas como
fases negativas: actos en los que imperaba la violencia, la
anarquía, el saqueo, la destrucción y la guerra civil. A esas fases
destructivas se opuso la bondad del movimiento de Iturbide,
dirigido por los principios de conciliación y unidad que
culminaron en una revolución sin efusión de sangre.
La revolución triunfante olvida sus orígenes violentos y
memorializa el momento de la revolución incruenta, unificadora y
abierta al futuro. El nuevo calendario proclama el fin de la
revolución y el comienzo de una era fraterna, optimista.
La fiesta revolucionaria produce también nuevos símbolos e
imágenes visuales (Fig. 7). Los primeros insurgentes, Hidalgo y
Morelos, eran curas y le dieron a sus ejércitos símbolos religiosos
como estandartes. Iturbide, en cambio, formado en el ejército
realista que combatió a los primeros insurgentes, se vale de
símbolos militares para difundir sus programas emancipadores
(Fig. 8). Como se ha visto, convierte la parada militar en centro
de la admiración pública y en celebración colectiva. Promueve
también la parafernalia de las insignias, los uniformes, las galas,
LOS SIMBOLOS DE LA NACIÓN LIBERADA
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el ceremonial y el boato que en adelante caracterizarán al caudillo
militar.
A Iturbide se debe también la institucionalización de uno de
los primeros símbolos nacionales: la bandera (Fig. 9). El Plan de
Iguala que dio a conocer en 1821 descansaba en tres principios:
“la conservación de la religión católica, apostólica, romana, sin
tolerancia de otra alguna; la independencia bajo la forma de
gobierno monárquico moderado; y la unión entre americanos y
europeos. Éstas eran las tres garantías, de donde tomó el nombre
el ejército que sostenía aquel plan, y a esto aluden los tres colores
de la bandera que se adoptó” (Fig. 10). El color blanco
simbolizaba la pureza de la religión, el encarnado la unión de los
americanos y españoles, y el verde, la independencia.
Cuando se derrumbó el Imperio de Iturbide, el Congreso
adoptó la republica federal como forma de gobierno y convirtió
los antiguos emblemas de la patria en emblemas de la nación. En
la Constitución Federal de 1824 se ve el águila, combatiendo con
la serpiente, sin corona, parada sobre el nopal heráldico que brota
del montículo que emerge de la laguna (Fig. 11). La república
mantuvo la bandera tricolor del Ejército Trigarante y esta bandera
fue el símbolo representativo de la nación independiente. Era la
imagen visual que en los actos públicos identificaba a la patria
liberada y expresaba los sentimientos de unidad e identidad
nacionales. Fue el primer emblema cívico, no religioso, que unió
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a la antigua insignia de los mexicas con los principios y las
banderas surgidas de la guerra de liberación nacional.
Los sentimientos patrióticos tradicionales, la idea de
compartir territorio, lengua, religión y pasado, se integraron al
proyecto moderno de constituir una nación soberana dedicada a la
persecución del bien común. Apoyada en la insurgencia libertaria
y en el pensamiento político moderno, la nación se asumió libre y
creó un porvenir para realizar en él un proyecto histórico propio,
centrado en el Estado autónomo y en la nación soberana. A su
vez, la transformación radical del presente y la creación de un
horizonte abierto hacia el futuro, modificaron la concepción que
se tenía de la memoria de la nación.
La independencia política de España y la decisión de
emprender un proyecto colectivo, crearon un sujeto nuevo de la
narración histórica: el Estado nacional. Por primera vez, en lugar
de un territorio fragmentado y gobernado por poderes extraños,
los mexicanos consideraron su país, las diferentes partes que lo
integraban, su población y su pasado como una entidad unitaria.
A partir de entonces, más allá de las pugnas políticas y de las
contradicciones internas, la nación se contempló como una
entidad territorial, social y política que tenía un origen, un
desarrollo en el tiempo y un futuro comunes. El surgimiento de
una entidad política que integraba en sí misma las diferentes
partes de la nación fue el nuevo sujeto de la historia que unificó la
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diversidad social y cultural de la población en una búsqueda
conjunta de identidad nacional.
El fugaz imperio de Iturbide concluyó de manera catastrófica en
marzo de 1823. Ante la precipitada abdicación del emperador el
Congreso adoptó la república federal como forma de gobierno,
una decisión que transformó los antiguos emblemas de la patria.
En la Constitución Federal de 1824 el emblema que aparece en el
escudo nacional es el del águila combatiendo con la serpiente.
Sin embargo, aun cuando el escudo del águila y el nopal y la
bandera tricolor serán en adelante los emblemas oficiales de la
república, la imagen que representa a la patria en el siglo XIX es
la de una mujer mestiza, adornada con collares de perlas y vestido
vernáculo, y acompañada por el carcaj, las flechas y el cuerno de
la abundancia que alude a su riqueza. Tal es la imagen canónica
de la patria mexicana que veremos reproducirse a lo largo del
siglo con ligeras variantes.
Una magnífica “alegoría de México” de la primera mitad del
siglo reproduce esta imagen (Fig. 12). Aquí, una bella mujer de
rasgos clásicos y gesto altivo, con faldellín de plumas y coronada
por una diadema y un penacho tricolor, sostiene en una mano un
IMÁGENES DE LA PATRIA EN LA ERA REPUBLICANA
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arco y en la otra un cuerno de la abundancia. A sus pies se ve el
águila y el lienzo tricolor. Otra alegoría pintada con vivos colores
presenta a la patria cubierta con faldellín y capa, coronada por un
tocado de plumas. La custodian cuatro banderas tricolores, y
arriba de ella se ve volar un águila que sostiene en el pico una
corona de laurel (Fig. 13).
Otra serie de imágenes recuerda el sacrificio de los héroes
que ofrendaron su vida en defensa de la patria. Poco después de
proclamada la independencia brotaron las iniciativas para honrar a
los héroes, como se aprecia en una litografía donde la patria
acongojada conmemora la memoria de Hidalgo, Allende e
Iturbide (Fig. 14). Una emotiva pintura de Felipe Castro, la
Tumba de Hidalgo, exhibe a la patria postrada ante el mausoleo
del héroe (Fig. 15).
Como lo ha mostrado el historiador Carlos Herrejón, entre
1825 y 1834 el discurso cívico sustituye al antiguo sermón
patriótico y la fiesta por excelencia es la celebración de la
Independencia el 16 de septiembre. En los discursos que celebran
este acontecimiento se atribuye a Hidalgo la gloria de haber
iniciado la liberación de la patria. Desde esos años el 16 de
septiembre fue considerado “el día primordial”, el “umbral de la
vida”, e Hidalgo pasó a ser el fundador de la nación
independiente.
IMÁGENES DE LA PATRIA EN LA EPOCA DE LA REFORMA
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La Constitución de 1857, al resumir los ideales de soberanía
política y territorial, independencia y defensa de los derechos
individuales, se convirtió en emblema del Partido Liberal (Fig.
16). Al lado de este símbolo aparecieron otras imágenes y
alegorías de la patria, la república y la nación. Al contrario de los
emblemas anteriores, asentados en la pertenencia étnica, el
territorio ancestral o en la imagen religiosa, los símbolos liberales
son seculares, republicanos y cívicos. Así, uno de los efectos
derivados de la derrota ante Estados Unidos fue la decisión de
crear símbolos que expresaran la unidad y los valores nacionales.
En 1854 las autoridades organizaron un certamen para sacar de
ahí “el canto” que expresara los sentimientos patrióticos de la
población. Los triunfadores fueron el poeta Francisco Gonzalez
Bocanegra y el músico catalán Jaime Nunó, y su canto se
convirtió en el himno nacional (Fig. 17)
Los liberales de la época de la Reforma vivieron la terrible
experiencia de las guerras intestinas, la invasión norteamericana
de 1846 y el imperialismo francés que promovió el imperio de
Maximiliano en 1864 – 1867. Contra esos desastres nacionales los
liberales levantaron la bandera de la Constitución de 1857,
defendieron las Leyes de Reforma que separaron a la iglesia del
Estado, proclamaron el Estado laico y vieron en la educación el
instrumento idóneo para consolidar la república liberal. Benito
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Juárez fue para la generación de la Reforma el defensor
inquebrantable de la patria asediada y la encarnación de los
ideales liberales y republicanos (Fig. 18).
Conforme se fueron extendiendo esas ideas en las acciones y
los escritos de los liberales, comenzaron a aparecer alegorías de la
patria influidas por la iconografía francesa. Entre estas puede
citarse la casi ignorada colección de alegorías de la patria que
aparece a mediados del siglo XIX y en el época de la Reforma. En
contraste con las imágenes anteriores centradas en la mujer
indígena, criolla o mestiza, estas alegorías resaltan los símbolos
políticos republicanos (Fig. 19). En numerosas imágenes que
representan el escudo nacional, el poder presidencial o la
efeméride del 15 de septiembre, sobresale el gorro frigio de los
revolucionarios franceses de 1789. En otros grabados y pinturas la
patria aparece con atavíos republicanos, o imita en su pose y en
los símbolos las representaciones de la Marianne francesa (Fig.
20).
La meditación sobre los orígenes y la identidad que recorre estos
años condujo a una revaloración crítica de la memoria histórica.
La revisión intensa del pasado y el escrutinio de las diferencias,
negaciones y contradicciones que se advertían entre una época y
LA PATRIA UNIDA DE MEXICO A TRAVES DE LOS SIGLOS
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otra, llevó a la generación de la Reforma a proponer una nueva
interpretación del desarrollo histórico de la nación. José María
Vigil y otros intelectuales habían observado que la condena y
exaltación del pasado prehispánico, por un lado, o el vituperio del
Virreinato como una época dominada por el oscurantismo
religioso, por el otro, eran obstáculos formidables para el
conocimiento de la propia historia, y motivo de discordia antes
que de unión entre los mexicanos.
Vicente Riva Palacio, el destacado político, periodista,
novelista y defensor armado de la patria llegó a la misma
conclusión y fue el primero en diseñar una gran empresa
historiadora que le brindara unidad y coherencia a los distintos
pasados del país, que entonces contendían uno contra el otro. Riva
Palacio imaginó un libro que contara las diversas historias de la
nación bajo un hilo conductor unitario.
El libro que diseñó habría de ser, como reza su subtitulo,
una “Historia general y completa del desenvolvimiento social,
político, religioso, militar, artístico, científico y literario de
México desde la antigüedad más remota hasta la época actual”.
Para su realización convocó a un grupo selecto de escritores,
historiadores y editores, y con esos recursos compuso la primera
gran obra colectiva del devenir histórico de México, desde los
tiempos prehispánicos hasta la Reforma (Fig. 21).
Tres rasgos abonaron el éxito inusitado de este libro. Primero,
México a través de los siglos integró en una misma obra los
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distintos pasados del país. En lugar de estar distanciados o de
chocar y pelear entre sí, el pasado prehispánico, el Virreinato y la
época moderna comparecían unidos en este libro, formando
distintas etapas de un mismo desarrollo nacional. El primer
volumen mostraba que México, al igual que las viejas naciones de
Europa, tenía un pasado remoto creador de civilización y
fundador de reinos memorables. El periodo virreinal, el más
denostado por la historiografía liberal, aparecía como el
parteaguas gestador de una nueva época. Era el catalizador de
culturas contrastadas que dieron origen a la nación mestiza.
México a través de los siglos proponía una visión integrada del
pasado en la que el mundo prehispánico quedaba
“consustancialmente vinculado al devenir nacional”, mientras que
el Virreinato, al ser considerado como el periodo en que se formó
el pueblo nuevo, “se revela como la época en que se inicia un
proceso evolutivo que tiene por base el cruzamiento físico y
espiritual de conquistadores y conquistados. Este es – decía
Edmundo O’Gorman – el acontecimiento capital de nuestra
historia, el que permite comprender cómo dos pasados ajenos son,
sin embargo, propios”. Los siguientes volúmenes estaban
dedicados a la Independencia y a la Reforma, las épocas
fundadoras de la nación moderna.
El segundo logro de México a través de los siglos fue
presentar estos distintos pasados como si formaran parte de un
mismo proceso evolutivo, cuyo transcurso iba forjando la deseada
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integración y cumplía las “leyes inmutables del progreso”. La
idea de evolución que predomina en esta obra le da sustento a la
tesis que propone una lenta fusión de la población nativa con la
europea y la progresiva integración del territorio, y hace concluir
esos procesos en la fundación de la republica. El resultado de esta
marcha evolucionista a través de la historia vino a ser, según los
autores de este libro, la constitución de la nueva nación (Fig. 22).
El tercer acierto de México a través de los siglos debe
atribuirse a su envoltura. Sus cinco lujosos volúmenes resumían el
conocimiento acumulado sobre el inmenso pasado en capítulos
escritos en una prosa clara, precisa y aleccionadora. La exposición
templada y ecuánime de los episodios más dramáticos que había
vivido el país, aunada a la cualidad de ser la primera obra
abarcadora de todos sus pasados, la convirtieron en el relato
ejemplar de la historia mexicana. A estas virtudes se sumó un
despliegue iconográfico que no se había visto nunca en los libros
de historia. Vicente Riva Palacio cuidó en persona que toda la
obra estuviera ilustrada con dibujos, grabados y litografías del
paisaje, los monumentos y las ciudades, retratos de personajes,
copias de documentos, mapas, autógrafos y testimonios gráficos
que por sí mismos representaban diversos escenarios de la historia
de la nación (Fig. 23).
LA FIESTA DEL CENTENARIO DE LA INDEPENDENCIA Y LA
EXALTACIÓN DE PORFIRIO DIAZ
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La compulsión de crearle una identidad histórica y cultural a la
nación independiente fue una ambición compartida por los
gobiernos conservadores y liberales. Pero sólo bajo el largo
gobierno de Porfirio Díaz hubo la paz y la disponibilidad
económica para imprimirle a la recuperación del pasado un nuevo
aliento. Desde el primer gobierno de Díaz se manifiesta un interés
decidido por apoyar el estudio del pasado remoto y se asiste a una
revaloración de las culturas indígenas. Entre 1870 y 1910 las
imágenes que provienen de este pasado se trasnformaron en
íconos nacionalistas y en emblema del Estado porfiriano. Bajo la
dirección del historiador Francisco del Paso y Troncoso, y con el
apoyo de Justo Sierra en la Secretaría de Educación, el antiguo
Museo Mexicano vino a ser un edificio privilegiado en el
escenario cultural de la capital y un centro de acumulación de
conocimientos y formación de nuevos especialistas en historia,
lingüística, etnografía y arqueología.
Durante las fiestas que celebraron el Centenario de la
Independencia este museo fue uno de los lugares más
concurridos. Entonces se transformó su contenido y se
inauguraron nuevas salas, dedicadas a la historia antigua, el
virreinato y la republica. Por primera vez los distintos espacios
del museo mostraron el desenvolvimiento histórico del país,
siguiendo la secuencia cronológica establecida por México a
través de los siglos. Pero la pieza fuerte era la Sala de Monolitos,
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el área más espaciosa, donde se habían reunido las obras
monumentales de la Piedra del Sol, la Coatlicue, la llamada
Piedra de Tizoc, un Chac Mol, la cabeza colosal de
Coyolxauhqui, una serpiente emplumada y otras esculturas de
grandes dimensiones (Fig. 24). Así, por obra de un cuidadoso
despliegue museográfico, los monumentos de la antigüedad, sobre
todo los de estirpe azteca, pasaron a ocupar el lugar de símbolos
de la identidad mexicana.
En esta nueva concepción del museo la recuperación del
pasado se convirtió en un instrumento poderoso de identidad
nacional y el museo en un santuario de la historia patria. A su vez,
la historia patria vino a ser el eje de un programa escolar que
trasmitió la idea de una memoria nacional asentada en un pasado
compartido por los diversos componentes de la población. Esta
idea de la historia se plasmó con mayor fuerza en México: su
evolución social, la obra colectiva que dirigió Justo Sierra con el
propósito de presentar el pasado como un proceso evolutivo
continuo y como un recuento optimista de los adelantos
materiales logrados en la era de la paz y del progreso.
Así, a lo largo de un proceso complejo y mediante una
imbricación entre las antigüedades, la pintura, la litografía, el
grabado, el libro de historia, el mapa, el museo y los medios
modernos de difusión, se creó una nueva imagen del país. En las
cartas geográficas el territorio apareció claramente demarcado,
con la particularidad de que sus diversas regiones tenían una
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identidad y un pasado propios, pues una serie de estampas
mostraba su rostro cambiante a través del tiempo, sus paisajes y
personajes icónicos, anudados en el hilo de la historia nacional.
No es un azar que poco después de la guerra de 1847 y de la
invasión francesa surgiera una reconstrucción del pasado que
“imaginó” a un país variado y sin embargo único en Los
mexicanos pintados por sí mismos (1855), México y sus
alrededores (1855-1856), Las glorias nacionales (1867-1868),
México y sus costumbres (1872), Hombres ilustres mexicanos
(1873-1875), hasta culminar con la suma de todas esas
recuperaciones, el Atlas pintoresco e histórico de los Estados
Unidos Mexicanos (1855) de Antonio García Cubas, publicado en
1885 (Fig. 25).
El Atlas de García Cubas incorporó en sus páginas estos
variados intentos de representar en imágenes la historia de la
nación, pues fue concebido como una galería donde se
escenificaba la construcción de la república. Contenía un catálogo
de sus fisionomías hasta entonces reconocidas: la carta política,
etnográfica (Fig. 26), eclesiástica, orográfica, hidrográfica,
marítima, agrícola y minera, cada una ilustrada con sus rasgos
físicos e históricos sobresalientes. Por primera vez presentaba una
carta arqueológica, acompañada de los monumentos notables que
albergaba el Museo Nacional. Incluía también una carta política
del reino de la Nueva España, escoltada por una galería de los
virreyes. Así, el territorio, los distintos pasados y la variada
18
situación actual aparecían integrados en un solo libro que desde
entonces adquirió la fama de compendio de la mexicanidad, una
suerte de relicario laico de lo mexicano (Fig.27). De este modo,
mediante el uso alternativo de la pintura, el periodismo gráfico,
los monumentos públicos, el museo, el mapa, el calendario cívico
y el libro, los gobiernos de fines de siglo imprimieron en la
población la imagen de un México sustentado en un pasado
antiguo y glorioso, próspero en el presente y proyectado hacia el
futuro, como lo expresa con gran fuerza una alegoría de Casimiro
Castro del México independiente (Fig. 28).
La celebración del Centenario de la Independencia en
septiembre de 1910, vino a ser la coronación del imaginario
nacionalista forjado por los políticos e intelectuales del porfiriato.
Esta apoteosis del patriotismo fue cuidadosamente planeada, de
tal manera que una porción sustantiva del excedente económico
generado en ese tiempo se aplicó a los costosos monumentos y
obras públicas que entonces se inauguraron, así como a las
innumerables recepciones, fiestas, ceremonias, conferencias,
congresos, desfiles, paseos, exposiciones y ornatos que hicieron
de esa conmemoración la más lucida en la historia de los fastos
nacionales. El Centenario de la Independencia se celebró en todo
el territorio, pero los festejos significativos tuvieron lugar en la
capital de la república, como lo muestra la Crónica oficial de esa
efeméride.
19
Los festejos del Centenario comenzaron el 14 de septiembre de
1910 con una gran procesión cívica formada por todos los
sectores de la sociedad y un homenaje luctuoso a los restos de los
héroes de la Independencia en la Catedral. El día siguiente tuvo
lugar el tradicional desfile, que en esta ocasión ofreció una
representación de los momentos fundadores de la nación: la
Conquista, el Virreinato y la Independencia. Cada una de esas
épocas fue representada por cuadros escenográficos en los que
participaron cientos de personas que revivieron dramaticamente
sus momentos significativos: el encuentro entre Cortés y
Moctezuma, la entrada triunfal del Ejército Trigarante el 21 de
septiembre de 1821, la defensa de la patria, etcétera.
En la noche tuvo lugar la ceremonia del grito, enmarcada
por la novedad espectacular de la iluminación eléctrica. La
Crónica oficial narra que la iluminación de las casas, plazas,
calles y edificios públicos formaba “un verdadero manto de luz”
que envolvía la ciudad, un tema que suscitó los adjetivos más
elogiosos para encomiar ese alarde del progreso. El día siguiente
se inauguró la Columna de la Independencia (Fig. 29), el
monumento que por su grandiosidad y simbolismo se convirtió en
el icono de la nación moderna. En su base, esculpidas en mármol
LOS FESTEJOS DEL CENTANARIO Y LA EXALTACIÓN POLÍTICA DE
PORFIRIO DÍAZ
20
de Carrara, destacaban las figuras de Miguel Hidalgo, José María
Morelos, Vicente Guerrero, Francisco Javier Mina y Nicolás
Bravo, y su fuste esbelto estaba rematado por la victoria alada, el
símbolo de la patria liberada. El 18 del mismo mes se inauguró el
monumento a Benito Juárez (Fig. 30), diseñado en estilo
neoclásico y realizado en mármol y bronce, como la Columna de
la Independencia. Mediante este monumento solemne, Porfirio
Díaz, enemigo político de Juárez, reconoció la deuda que la
república tenía con el impulsor de las Leyes de Reforma que
establecieron los fundamentos del Estado liberal y con el defensor
de la integridad de la nación frente a las agresiones imperialistas.
El Paseo de la Reforma, con sus monumentos a
Cuauhtémoc, Cristóbal Colón, la estatua ecuestre de Carlos IV, la
Columna de la Independencia y el mausoleo de Benito Juárez, era
una síntesis de los episodios constructores de la nación, un libro
que se leía paseando y un homenaje teatralizado a los héroes de la
patria. En las fiestas, inauguraciones y discursos que describe la
Crónica oficial, las palabras canónicas fueron “independencia”,
“paz” y “progreso”, voces similares a los lemas que identificaron
el gobierno de Porfirio Díaz (Fig. 31). De esta manera la
conmemoración del Centenario de la Independencia se transformó
en un teatro escenificado con solemnidad y derroche de recursos
en la capital del país y focalizado en la persona de Porfirio Díaz.
En cada una de esas ceremonias emergía, en la escena final, la
figura imponente del presidente de la república, cuya imagen
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recorría luego las capitales y ciudades del interior del país,
proyectada por los medios de comunicación.
La difusión de la imagen de Porfirio Díaz en los festejos del
Centenario es una obra maestra de propaganda política que
merece un estudio específico como representación teatralizada del
poder presidencial. Aquí sólo me referiré a las imágenes en las
que Díaz aparece como encarnación de la patria, la república o la
nación (Fig. 32). La Crónica oficial del Centenario y el Álbum
gráfico de la república mexicana, contienen la mejor colección de
fotografías en las que el presidente encabeza las ceremonias,
inauguraciones, desfiles, discursos y homenajes a los héroes de la
patria, a los fundadores de la república y a los defensores de la
nación.
Al lado de la dilatada iconografía oficial, Carlos Monsiváis
ha rescatado una magnífica colección de imágenes populares que
dan cuenta de la profundidad que alcanzó esta celebración en el
imaginario colectivo. Así, una serie de estampas y platos pintados
presentan la imagen de Porfirio Díaz como general victorioso,
icono nacional rodeado de monumentos y personajes
representativos, o presidente de la república (Fig. 33). Otras
imágenes lo muestran acompañado por los miembros de su
gabinete. Una colección de estampas de manufactura popular, las
más numerosas durante las fiestas del Centenario, presentan el
retrato del presidente Díaz acompañado de las efigies de Hidalgo,
22
Juárez o de ambos, equiparándolo con los fundadores de la nación
independiente (Fig. 34).
La clave que explica el esplendor de los festejos del
Centenario es el tamaño y la fuerza alcanzados por el Estado
porfiriano. En contraste con el perfil disminuido de las fiestas que
celebraron le Independencia en 1821 o en la época de Juárez, en
1910 son las instituciones del Estado (los ministerio o secretarías,
el ejército, los gobiernos estatales y municipales y el aparato
administrativo), los ejecutores del vasto programa de
celebraciones. Un análisis somero de la Crónica oficial de las
fiestas del Centenario muestra que en estas instituciones descansó
la organización del extenso programa de festejos, la coordinación
de los múltiples sectores, burocracias y grupos participantes, y la
calculada efectividad de su realización. La eficiencia que había
alcanzado las dependencias del Estado, así como su alto grado de
centralización, se entrelazaron para que al lado de las fiestas,
desfiles y saraos, tuviera lugar el denso calendario de
inauguración de obras públicas. Con perfecto dominio del arte de
la manipulación, Porfirio Díaz hizo coincidir el programa de
festejos con la apertura de las obras realizadas por su gobierno, y
con una serie de exposiciones que reunieron a los diversos
sectores productivos (agricultura, ganadería, industria, comercio),
y a los gremios de profesionistas (educadores, médicos,
ingenieros, arquitectos). Este programa exhaustivo e incluyente
culminó con la inauguración de un elenco de nuevas instituciones
23
educativas y culturales: la Universidad Nacional, la Escuela de
Estudios Superiores, el Congreso Internacional de Americanistas,
el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, el
Museo Tecnológico Industrial, etcétera. De esta manera la
celebración del Primer Centenario de la Independencia se
transformó en una exaltación de las obras realizadas por el
gobierno de Porfirio Díaz.
Los festejos del Centenario, además de su proyección
internacional ante el cuerpo diplomático y los invitados
especiales, y de su relación íntima con los miembros del gobierno,
el capital y la Iglesia, tuvieron una repercusión profunda en los
sectores medios y populares (Fig. 35). Junto a los desfiles,
verbenas, bailes, corridas de toros y estallidos pirotécnicos, la
Comisión del Centenario promovió una propaganda iconográfica
dedicada a estos sectores, que se tradujo en una colección de
estampas que festejaban a los héroes de la patria o celebraban la
Declaración de Independencia firmada el 28 de septiembre de
1821 (Fig. 36). Durante los treinta días que duraron estas fiestas
proliferaron las medallas conmemorativas y las imágenes
patrióticas. La fiesta del Centenario impulsó diversos ejercicios de
recuperación de la memoria popular, como lo testimonia la
publicación en 1910 del Romancero de la guerra de
Independencia que reunió los cantos dedicados a esta gesta a lo
largo de los cien años transcurridos. Asimismo, la abundante
colección de estampas, banderas, platos pintados, anillos de
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puros, tarjetas postales, juegos infantiles y artefactos con
imágenes de los héroes de la independencia, y los emblemas de la
patria, brinda una idea del alcance popular que tuvo esta
celebración y del manejo que de ella hizo el presidente Porfirio
Díaz (Fig. 37).

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